miércoles, 29 de diciembre de 2010

ARRUCHI



La lluvia caída con insistencia parecía haberse cebado con el pilar de hierro fundido de la esquina del Colmado. Alguna derivación del tendido eléctrico público o de la deficiente instalación de la tienda convertían la pared en una especie de respaldo de silla eléctrica de bajo voltaje.
Perico, uno de los hijos de Juanito, el de la luz, daba explicaciones acerca del fenómeno que ponía los pelos de punta y hacía respingar a todo el que se dejaba caer en la fachada de Manolo Ferreira, más conocido por Manolo, el del Colmao.
Perico decía "pon la mano aquí" y los chiquillos daban una encojetá patrá que les mudaba el color.
Enfrente, en la otra esquina, el farmacéutico despachaba a una concurrida clientela.

La cosecha de bolos había sido más que aceptable gracias a la aportación de los americanitos. Así que el reparto del botín dio para tirar las campanas al vuelo.
Lucas se dio prisa en ofrecer su mercancía en el mismo lote que vendía las canicas de su hermano pequeño. Los bolos de mármol se los quitaban de las manos y los de cristal, idem de lo mismo.
-Pelma, me quedan los tres más bonitos. Estos dos para mí y este de mármol para tí. Ya tenemos para las pastillas.
Carmelo esperaba turno en la barbería de Paquito. Era el próximo en pasar bajo el imperio de las tijeras. Miró con pena el bajonazo que había dado su tesoro de perlas.De no caberles en las manos a uno solo. Se recreó en la belleza y perfección del bolo americano y se resignó al guardar su canica de mármol veteado en un bolsillo. Nunca había tenido un bolo tan hermoso. Nunca había visto a nadie un bolo de maña como el suyo.
-¡Con todos los bolos que teníamos hace un rato y nos hemos quedado arruchi sin jugar siquiera !
-Pero tenemos dinerito para estrenar los cañoncitos.
Lucas le puso unas monedas en la mano y le dijo que fuese a comprar una cajita de pastillas de clorato, para las llagas.
-Es que ahora me toca pelarme.
-Tienes tiempo de sobra. Yo te aviso.A ver la boca.Ábrela.
Carmelo abrió la boca para que pudiese verle las llagas.
-¡Como un Cristo!¡Qué apañao eres, joé!
-Hice lo que me dijiste. He chupao en el grifo del colegio y luego me he estado dando bocaditos por los pellejitos de la boca.
-Vale. No chupes más en el grifo, que ya ves lo que pasa. ¿Te duele?
-Un poco.
-Venga, acércate al Nono, que ese te las da. Tú enséñale la boca.

Carmelo había oído que si el farmacéutico no te veía las llagas, no había nada que hacer: te ibas sin pastillas a hacer una porquería de pólvora.
-¿Qué quiere el señor?
Carmelo abrió la boca exagerando un poco el dolor que le producían las llagas.
-Dice mi padre que me dé una caja de pastillas para las llagas.
-¿Una caja? Eso se te quita con dos pastillas.
-Es que mi hermano también las tiene. Mi padre me ha dicho una caja.
El Nono cogió el dinero y le dio una caja de clorato potásico, casi casi convencido de que Carmelo se tomaría las pastillas. Lo siguió con la mirada viendo cómo cruzaba la calle y se metía en la barbería, daba la cajita a Lucas y éste sacaba una de las tabletas para que su hermanillo se la metiese en la boca. El farmacéutico se emocionó."¡Ya era hora de que algún niño comprase clorato para las llagas en vez de para hacer pólvora!", se dijo.
-Estas las machacamos en cuanto te peles. Anda, sube, que te toca ya.Te espero en el taller del Perico.
-Vale. No toques la pared, que da calambre.
-Ya lo sé, Pelma.
Paquito le hizo la fiesta y la reverencia de costumbre.
-Suba al trono, majestad. ¿Cómo se va a pelar el caballero?
El barbero sabía cómo tratar a los niños.
-Dice mi madre que me pele al Alfonso.
-Eso está hecho, campeón.


jueves, 23 de diciembre de 2010

UNA PALMERA DE GORRIONES

Manolo estuvo inquieto durante toda la mañana. No se enteró de nada de lo que estuvo explicando don Antonio. La mirada se le iba por la ventana en busca del robabolos. Por mucho que miraba, sus ojos solo veían el grueso tronco de una de las palmeras canarias, y la casapuerta del Lebrijano atiborrada de búcaros y lebrillos. El maestro batallaba en la pizarra, dedicando más tiempo a llamarle la atención que a explicar la resta con llevadas.
-¿Se te ha perdido algo en la calle, Pastorino?
-No, don Antonio.
-Pues atiende aquí o te quedas sin recreo.
Fernando, Lucas y Carmelo habían pedido permiso para ir al servicio, insistentemente. Manolo les hacía señas para que se levantasen, se acercasen a la tarima una y otra vez. Don Antonio, con la mosca detrás de la oreja, le iba dando nones a cada petición reglamentaria.
-"¿Con el permiso de usted puede un servidor ir a orinar?".
-"¡Que no puedo más!¿Da usted su permiso para ir al servicio?".
Don Antonio negaba de boca, empujaba el aire con el dorso de la mano, mandando a los meones a su sitio, y miraba a Manolo por encima de las gafas.
Los chaparrones se sucedían como si el cielo se hubiese rayado. El sol anduvo perdido entre nubarrón y nubarrón hasta la hora del recreo.
La tropa de don Javier asomó casi al completo por la ventana, para ponerle el broche a la clase de matemáticas.
Don Antonio terminó con las restas llevándose una. Sabía que algo extraño sucedía.
-Es la hora del recreo. Recoged. Fernando y los tres pastorinos se quedan aquí, que tenemos que hablar un ratito.
Las sillas sonaron como una tormenta más y los niños de la unitaria salieron a gritar al patio.

El maestro no estaba para andarse por las ramas. Tenía poco tiempo para ir al bar Playa y tomarse su café y un lingotazo.
-¿Qué pasa en la calle?
Manolo se apresuró a responder antes de que alguien mencionase el robabolos.
-Don Antonio, que esta mañana se vino mi gatito detrás de mi hermano y se estaba mojando en la verja. ¿Puedo llevarlo a mi casa?
-El gatito se habrá ido para tu casa. No os preocupeis por él, que sabe lo que tiene que hacer. Anda, salid al recreo. Mira a ver si lo ves, ahora que no llueve.
Salieron volando y don Antonio observó poco sorprendido que ninguno se acercara al servicio sino a la reja de la verja. Manolo salió a buscar al gatito cuando el maestro abrió la cancelita para ir a tomarse un tentempié.
-Puedes salir un momento mientras me acerco al bar Playa. Echa el cerrojo y que no salga nadie.
-¿Puedo caer dátiles, don Antonio?
-Ni se te ocurra.
Manolo se dirigió al robabolos en cuanto el maestro se anudó la gabardina, se caló el sombrero con las dos manos, las metió en los bolsillos y encogió los hombros para arrancar con ritmo decidido. Llevaba el viento de cara y vislumbraba la negrura por detrás del faro."Menos mal que Narciso es rápido y antes del próximo chaparrón estaré de vuelta", pensó.
Todo estaba en su sitio. El agua corría con normalidad junto al bordillo granítico de la acera. Manolo pisó con delicadeza sobre algunos adoquines para comprobar la resistencia de la trampa y sonrió abiertamente dando saltos sobre uno de ellos.
-Lucas, esta tarde vendremos a requerir el robabolos, llueva o no llueva.¡Tiene que estar hasta arriba!
La obra bajo el adoquinado había estado haciendo caja durante más de dos semanas. El juego iba a menos. Se notaba en el ambiente que la temporada de las canicas tocaba a su fin. Había más niños jugando a "múa", a la bombilla y a la una mi mula que al "bolo". Para colmo, don Javier instruía al personal practicando juegos novedosos que él mismo moderaba.
Lucas y Fernando también notaron que el negocio se venía abajo. Los bolos tenín poco movimiento y era menester hacer recuento y repartir.
Fernando se mostró de acuerdo con la propuesta de Manolo..
-Tenemos que avisar a Pepe para repartir.¿Quedamos después de comer en su casa?
-En la mía. A las tres. Ya viene allí don Antonio. Venga, vámonos al patio.-dijo Manolo.
Los pequeños jugaban a las estatuas; los mayores, al pañolito y, los balas a cogerle las vueltas a don Javier para reventar el saco de leche en polvo, obsequio de los americanos de la Base Naval de Rota.
José Antonio chivateó a su tocayo por abrirle el grifo a tope cuando bebía al chorro.
-Don Javier, el Coreano ha abierto la jaula de los conejos para que se escapen. Dice que ya tienen un guiso y que ya está bien de tanta hierba. Y mire usted cómo me ha puesto, ¡ pingando !
Don Javier mandó llamar a José Antonio para darle un repaso delante de don Antonio, su maestro.
Eugenio se acercó a la oreja de su amigo Nono y le dijo algo antes de que don Javier le ordenase que se fuera lejos de allí. Carmelo le acompañó hasta el cuartillo que custodiaba la leche en polvo, auténtica ambrosía. Eugenio picó uno de los sacos de papel con un certero punterazo. Un golpe bajo que abrió una auténtica catarata de leche; como el Salto del Ángel, pero más cerca.
El corrincho que se formó alrededor del improvisado tribunal de administración de justicia fue perdiendo presión. Don Antonio observaba cómo se deshacía el corro en derredor suyo para formar una cola ante la puerta del cuartillo. Se echó las manos atrás y se acercó parsimoniosamente, viendo cómo salían los niños del almacén para formar otra bajo el depósito de uralita, cuyo único grifo permanecía abierto.

-¿Es cierto que has abierto la conejera?
José Antonio, el Coreano, miraba a su tocayo retorciendo el colmillo, desoyendo el interrogatorio al que le sometía el maestro.
-¡Te vas a enterar, chivato!
Don Javier se quedó solo, con el acusado y el acusador. Analizó la situación y decidió confinar a los dos joseantonios durante el resto de recreo; uno en cada aula.
El grifo corría sin control, tanto como el salto de leche del cuarto de los tiestos, otrora de las ratas. Los niños ponían las cuencas de las manos para llenarlas en la boca del saco de leche, se llenaban las fauces y acudían con cierta urgencia al grifo, atorados, con la leche apegotonada en el paladar.
Los pelotas de don Javier solo se atrevieron a volver a encerrar dos rollizos conejos grises y una coneja blanca de ojos rojos a punto de parir.

-El padre de los conejitos va a ser el que tiene el rabito blanco.-dijo Eugenio como si lo hubiese leído en el periódico.
Carmelo no comprendía por qué hablaba con tanta propiedad.
-¿Y por qué no puede ser este el padre?-preguntó viendo cómo el rabiblanco montaba a la ojirroja segundos antes de dar un costalazo contra las tablas de la conejera.
Eugenio se despegaba con el dedo las pellas de leche del cielo de la boca para engullirlas de nuevo.
-¿Lo ves? Así lleva un mes, que lo veo todos los días cuando voy a mear.

El patio era una fiesta. Don Javier despotricaba viendo el ordenado desorden. Cerró el grifo y mandó echar la llave al cuarto. Dos manantiales secos en un santiamén. Miró a su compañero y le molestó ver que sabía sonreír.
-¿No vas a hacer nada?¿Te vas a quedar ahí, pasmado?¡Esto es un caos!¡Hay que castigar severamente a los responsables de esta fechoría!
Don Antonio sacó sus manos de los bolsillos de la gabardina, dio tres palmetazos al aire y se giró media vuelta, que era lo que necesitaba para encarar la puerta de su clase y dar la espalda a su exaltado compañero de fatigas.
-Castiga a los tuyos, si quieres. A los míos, ¡a ninguno! ¡Vamos, niños, se terminó el recreo! ¡A clase!
La clase de don Antonio nunca había estado tan silenciosa como aquella mañana. Los niños luchaban con la pegajosa leche en polvo, jugando con la lengua y ayudándose de cuando en cuando con algún dedo entre los grumos, relamiendo leche. Don Antonio estaba más serio de lo corriente y no rompía a hablar. Pese a que se mascaba la tragedia viéndole la cara , don Antonio tenía cara de bueno; de lo que era.
-Los mayores, a hacer cuentas de restar con llevadas; los pequeños, lectura. Hoy toca Viriato.Podéis sentaros.
La sonrisa apareció en el rostro de los lechones. Tras el ruido de las sillas volvió a hacerse el silencio. Carmelo se recreaba en la música del enjambre de gorriones que había fijado su residencia en el cogollo de la palmera. Entonces oyó a don Antonio llamándolo a su presencia.

-Carmelo, déjate de gorriones y ven aquí con tu Parvulito.
Don Antonio le arrimó una silla a su mesa, le revolvió los rizos con los dedos y le dijo:
-Empieza desde aquí, titi.
-Viriato. Viriato era un pastor lusitano...
Aquella vez, Carmelo lo leyó hasta el final y devolvió la sonrisa a su maestro. Bajó de la silla, cogió su Parvulito, pasó junto a su hermano Manolo radiante de alegría y le acarició la espalda con la mano. Arrimó los labios a su oreja y le dijo:
-Ya sé leer.¿has visto?
Luego se acercó a la mesa de Lucas, que le dio un beso y le dijo:
-Esta tarde requerimos el robabolos y luego te voy a llevar a comprar clorato potásico. Ve y chupa en el grifo, para que te salgan llagas. Y no le digas nada a nadie. Has leído muy bien, Pelma.
Y le dio otro beso.

A don Antonio, quien me enseñó a leer cuando aún era un gorrión bombilla.


Justo en el mismo sitio algunos años después.

 

sábado, 18 de diciembre de 2010

UN GATITO ENTRE LAS NUBES


Abrió el tiempo y llegó el momento de subir a la azotea los jergones de lana. Paquita barrió la solería de ladrillos árabes y recogió los caliches que las lluvias habían acumulado junto a la rejilla del bajante.Luego fue repasando los rincones con la escoba y el recogedor, entreteniéndose donde el viento había acumulado la basurilla y algún que otro gato había sido incapaz de sepultar sus excrementos. El sol se puso a la altura de las calabazas, dispuesto a cumplir con su trabajo.
Paquita ya había repetido varias veces a Carmelo que bajase de los pretiles. Jugaba con su hermana a hacer de gato.¡Y los gatos hacían su vida en los pretiles de las azoteas! Mari estaba a su cuidado, como si jugase con un minino pequeño.
-Carmelo, baja y trae las tijeras, que están en la canastilla de la costura. Pídeselas a tita.
El niño obedeció a su madre con premura, aunque no le gustaba dejar la azotea un día tan soleado.
-Voy mamá.
-Mari, baja tú el recogedor y ten cuidado con tu hermano.
-¡Quillo, no corras!-dijo Mari agarrando el cabo del pesado recogedor de madera.
Carmelo paró en seco en el descansillo de la escalera porque Manolo y Lucas subían con el último de los jergones rellenos de lana. Lo estrujaron en el rincón hasta sacarle zumo por los ojos.
-¡Los hombres no lloran!-le recordó su hermano mayor aliviando la presión para que pudiese escapar escalera abajo.
El pequeño secó sus lágrimas en la funda del colchón y aprovechó para sonarse también los mocos.
-¡Te vas a enterar como te coja luego!-amenazó a Manolo señalándolo con el dedo.
Los porteadores de colchones se aliviaron con una sonora carcajada.
-¡Y tú también te vas a enterar!-amenazó a Lucas cambiando el dedo de blanco.

Francisca sacaba agua de la tinaja con un cazo hasta llenar un gran hervidor de aluminio.
-Tita, dice mi madre que me des las tijeras que están en la canastilla de la costura.Las grandes, ¿eh?
Su tía abuela arrimó el hervidor a la lumbre, comenzó a soplar con un paipay de esparto para que avivase el carbón vegetal y se lo pasó a Carmelo cuando empezó a chisporrotear.
-Toma, sopla por esta ventanita mientras voy por las tijeras.
Su hermana reía detrás de Carmelo.
-Es la primera vez que veo un gato sacando estrellitas. Sopla más fuerte, verás cómo salen muchas.
El carbón, algo húmedo, crujía más que un saco de pimientos y lanzaba su lluvia de chispas al aire, como un vesubio cabreado.
-Toma, Mari. Sube tú las tijeras, que el gatito se queda soplando el anafe. Dile a tu madre que subo el agua caliente y la palangana dentro de un rato. Que no se preocupe, que el niño está aquí conmigo.

Francisca se acercó al soplador de fogones. Aprovechó que estaba metido en faena con sus estudios de vulcanología, sacó la botella de vinagre de la alhacena, la puso sobre la palangana esmaltada y escrutó la cabeza de rizos del niño con un peinecillo blanco.
-¡Como para no lavarte la cabeza! Estás minaíto, hijo. ¿Dónde te metes?
Francisca subió a Carmelo a la anafera para que se entretuviese observando el agua en ebullición. Al chaval del pelo anillado le fascinaba contemplar el espectáculo de bolitas trepando por las paredes del hervidor. Después de las bolitas, llegaban los borbotones.La función terminaba con una nube mágica de vapor que ocultaba lo que sucedía en el agua. El colofón lo ponía la colocación de la tapadera, que el pequeño mago retiraba al ratito para ver el agua condensada adherida a su superficie. Se lo había enseñado Manolo y siempre funcionaba.
Francisca apartó el hervidor de la lumbre y arrimó la olla para que la comida siguiera recochando.
-Vamos, gorrión, coge la palangana y la toalla y vente conmigo. Después bajas y subes la botella del vinagre.¿La ves aquí?
Echó el peinecillo en el bolso del delantal, agarró el asa del hervidor con un paño de cocina y se dirigió a la escalera, dejando que Carmelo subiese por delante.
-No golpees los escalones con la palangana, gorrión; que se desconcha y se abolla.
Carmelo descubrió que la palangana era de hierro vestido de blanco justo al llegar a la azotea.

Varios montones de lana tomaban el sol sobre la solería, junto al pretil que lindaba con Amador. Enfrente, recostado sobre el apretilado de "Flichi", se oreaba una montañita de trocitos de espuma de colorines. Procedían del relleno de las almohadas, tantas veces esparcidas por la alcoba en miles de batallas de risas.
Carmelo soltó la carga, cogió carrerilla y se lanzó sobre el mar de espuma. No le gustó el olor a amoníaco que desprendían. Se sacudió y arremetió contra uno de los montones de lana.
Mari y su madre abrían los nudos de lana para que esponjasen. Lucas y Manolo andaban en el barandal de madera que daba al patio interior mientras Carmelo retozaba en la lana.
-¡Ese niño!¡Quítate de ahí que lo vas a extender todo!-le ordenó su madre.
-Carmelo, baja y trae el vinagre, que voy a lavarte la cabeza.-le ordenó su tía.
Carmelo obedeció dos órdenes de una tacada.
Francisca comentó a su sobrina la piojera que tenía el niño.
-Eso es de la miga, que se contagia de otros niños. Mira, los hermanos no tienen.
-Y de meterse en el gallinero, mamá.-apuntó Mari echándose las trenzas a la espalda.

Los dos mayores habían preparado una trampa para quitarle a los gatos las ganas de rondar las jaulas de los pájaros. Metro y medio de hilo de nailon trenzado, atado a uno de los palos del barandal. El cordel llevaba empatada en su extremo una potera de coger chovas, sin cucharilla ni quitavueltas. De carnada, dos putitas aún frescas.
Carmelo miraba el artilugio con el vinagre en la mano.
-¿Qué miras, gato piojoso?-dijo Manolo.
Carmelo empezó a arrancar la moto.
-Yo no tengo piojos. Piojoso eres tú. ¡Mamá, el Manolo me ha dicho piojoso!
Los tramperos entonaron a coro una canción que aceleró a todo puño el llanto de Carmelo.
-¡El Pelma tiene piojos!¡El Pelma tiene piojos!
Paquita los llamó al orden y les dio faena abriendo nudos de lana.
Francisca y su sobrina echaron un rato despiojando rizos de oro.
-Estáte quieto, joío, que te mueves más que los piojos.
-Mira por aquí, tita.¡Todo esto son liendres!
-¡Y por aquí!¿No te pica, gorrión?
-A mí no me pica . ¡Yo no tengo piojos!-Contestó Carmelo sacando la lengua a sus tres sonrientes mirones.
Su tía y su madre estrujaban lo que pillaban entre las uñas de los pulgares. Tras la escabechina de piojos y liendres, le lavaron la cabeza con agua y vinagre.
-¡Ay!¡Que me escuecen los ojos!
-Mentira. Estáte quieto o vas a cobrar.-le avisó su madre.
-Y no juegues más con el cochino ni con las gallinas.-añadió su tía.
Le secaron la cabeza con la toalla y le dijeron que se pusiese al sol mientras todos menos él abrían lana.

-¡Deja la palangana quieta y bájate de ahí!Mari, ponte con él para que no rompa nada. Mira cómo ha puesto la palangana.¡Con lo bonita que estaba!¡A que se cae al patio!¡Qué jarta de niño estoy!
Don Quijote y Sancho hacia poniente en el cine de las nubes.
Mari se echó bocarriba, dobló la toalla y le dijo a su hermano que se acostase a su vera.
-Toma, ven. Ponte la toalla debajo de la cabeza, de almohada, que vamos a ver el cine.
-Yo quiero jugar a los gatitos.
-No, a los gatitos, no; que se cagan en los rincones y se comen los reclamos del Manolo.
-Pues me los como y me cago donde sea, que me ha dicho piojoso. Míralo. Me está mirando.
-Ven. Mira, aquella nube es una jirafa. Y aquella un elefante. Mira las orejas. Y la trompa.¿Las ves?
-¿Este es el cine de las sábanas blancas?
-No.Ese es por la noche. Este es el cine de las nubes.
Carmelo empezó tragándose el nodo y terminó viendo dos sesiones de nubes, sin cortes.



domingo, 12 de diciembre de 2010

LA RED MARIPOSA


A la espalda de Franco, el de la luz, estaba la huerta de César esperando a los cazadores de mariposas. El capataz de César, un huraño y disciplinado centurión roteño con cara de boxeador, vigilaba la arboleda casi con el mismo celo que el propietario de la finca de enfrente, al otro lado de la carretera de Rota.

La red multicolor estaba en perfecto estado. Había superado todas las revisiones necesarias antes de su bautizo de flores. Lucas se mostraba satisfecho por el trabajo realizado durante la última semana. Reunió los minúsculos varales, las estaquillas, las dos mangas de red de lana y el tiro ante la atenta mirada de sus hermanos pequeños.
Manolo cambiaba el agua al verdón, después de limpiarle la jaula y de soplar las cascarillas de alpiste del comedero, pasando el alpiste de mano a mano antes de devolverlo al cajetín.
Lucas se echó la red al hombro y se dirigió a su hermano.
-Esto ya está. ¿Vamos?
-Espera que lo cuelgue de la alcayata, que he visto un gato por encima de la parra. Y los gatos no comen uva. Se va a enterar como lo coja por aquí. No va a decir ni miau.
El verdón se arrancó por bulerías al sentir el respaldo de la pared. Parecía que se iba a comer el mundo. Manolo no cabía en sí de gozo.
-¿Has visto como canta, papá?
-En cuanto se ha visto limpio y harto.-le apuntilló su padre-Anda, ve con los niños a estrenar la red.
Manolo cogió a Carmelo de una mano y a Mari de la otra, sin dejar de mirar las cabriolas del verdón en la estrechez de la jaula.
-Ten cuidado y no vengáis muy tarde para comer. A las dos, aquí. O a las dos y media como muy tarde.-los despidió Antonio.
Lucas no le quitaba el ojo de encima a la red y se mostraba deseoso de sacarla a relucir al sol de aquella mañana primaveral.
Su madre les recordó desde la pila de lavar que regresaran sanos y limpios.
-Manolito, ten cuidado con los niños, no se vayan a clavar un palo en un ojo.
-Descuida mamá.
Maruposa sobre manzanillas
-Y que no se tieren al suelo.
Los cuatro iban cepillados, como siempre que salían a la calle.Luego volvían como volvían.

Guillermo jugaba en su casapuerta con una pelota de papel de embalar cuando vio la red sobre el hombro de Lucas.
-¿Puedo ir?
Manolo dirigió una voz al interior de la casa.
-¡Regla! Nos llevamos al Guillermo a coger palomitas.
-Vale.
Pepe salió volando del fondo del corral.
-Yo también voy.

En el camino, Lucas se mostró partidario de ir al campo del Ganso y Pepe sugirió la huerta de César como más apropiada.
-En el campo del Ganso hay más flores y podemos pasarnos al pasí, que es muy grande.-argumentó Lucas.
-Sí, pero el Ganso nos la tiene sentenciada a tu hermano y a mí. Ya nos conoce de meternos por su campo para coger pasas.Y el roteño nos deja junto al tapial, siempre que no nos acerquemos a los árboles.-replicó Pepe con buen criterio.
Lucas lo vio bien.
Dejaron atrás la Quinta de los Aguadores sin quitar la vista de la alambrada de la huerta de César. Pepe y Manolo vigilaban mientras los demás pasaron hasta el fondo.

Guillermo vio a su primo Emilo acercándose desde la bodega de Caballero. Venía al galope y desbocado, como siempre. Llegó en un soplío y se unió al grupo.
-¿Qué hacéis por aquí?-preguntó a su primo Pepe.
-Venimos a estrenar una red de coger palomitas.-se adelantó Guillermo.
Emilio se enchufó en el grupo de cazadores como cicerone de la huerta de César. Tales eran sus conocimientos del espacio alambrado y de los movimientos, defectos y virtudes del sabueso centurión roteño. Llegó a decir de él que "tenía cara de malajidea pero que no era nadie". Lo cual tranquilizó a la patrulla.
Carmelo aprovechó el momento de reflexión para aliviar la vejiga en un cardo borriquero. Apuntó a la alcachofa seca de la temporada anterior y se relajó mirando la catarata que se abría paso entre las anchas pencas blanquiverdes del renovado cardo.

Llegaron al cañaveral, auténtica barrera de lanzas entre el tapial y la alambrada. Los espinos arrancaban del pozo y cerraban el recinto volviendo hasta la alberca. Las vinagreras estaban en su apogeo, tiñendo de amarillo la base de la desvencijada alambrada de espinos, entremetiéndose entre las lanzas del cañaveral y tupiendo con un zócalo gualdo la base del tapial. Las malvas tomaban altura queriendo alcanzar a las amagazas repletas de margaritas, entralazadas en mil juegos con sus primitas manzanillas en flor. Las cerrajas lanzaban al aire sus mechones de demonios que la brisa movía sobre la pista de baile.

Lucas soltó la bolsa de los aperos junto a las dos mangas de red, sobre una alfombra de pelitos de cochino estampada en rojos guisantes silvestres.
-Aquí mismo.-dijo sin titubear.
Comenzó con el montaje meticuloso de la red, tensándola y clavando las estaquillas en el sitio justo.
La tierra estaba húmeda, pero no encharcada.Algunas babosas negras trazaban brillantes líneas sobre la hierba.Olía a vacas. O a toros, que huelen igual.
Guillermo, Carmelo y Mari seguían al pie de la letra las instrucciones de Lucas. Pepe y Manolo se perdieron antes de concluir el montaje de la red y Emilio se adentró en la arboleda a hacer de las suyas.
Lucas dominaba la situación.
-Aguanta ahí, Guillermo; trae aquella piedra, Chupu; pisa aquí, Pelma. Suelta eso, que voy a probar el tiro.
Mari y Carmelo miraban a su alrededor sin encontrar una mariposa que llevarse a los ojos. Abejas jaramagueando, más de las que quisieran. A las abejas les encanta libar mostazas silvesres.
Lucas no daba abasto dando órdenes a la cuadrilla. Dio varios pasos atrás con la mirada clavada en la trampa, sin soltar el tiro, y jaló suavemente para inaugurarla.
La manga izquierda se elevó lentamente. La derecha lo hizo casi al mismo tiempo para caer sobre su compañera, fundiéndola en un dulce abrazo multicolor con el cual cerraba cualquier hueco de escapatoria.

-Perfecto.Traed flores y ponedlas en el seno de la red; pero que no estorben a lo varales.
En contra de lo que pudiera parecer, las mariposas no van por ahí buscando una red de lana sobre una alfombra de flores.
Lucas dejó que jalasen los tres varias veces, a pesar de no haber ninguna mariposa a la vista.
El potro desbocado apareció por detrás del brocal del pozo y saltó la alambrada como un gamo. Emilio venía cargado de limones y se aprestó a repartirlos entre los cazadores de palomitas. Se tiró al suelo junto a Lucas segundos antes de que apareciera la nariz del roteño junto al tapial.
-¿Qué hacéis aquí?
Lucas le contestó que estaban cogiendo palomitas con la red. El gladiador siguió el tiro y se acercó al cerco de lana.
-¿Y esto cómo va?
Lucas tiró del hilo y la red se levantó a los pies del roteño como una enorme mariposa multicolor.
El hortelano, sorprendido, se agachó a observar los detalles del artilugio.

-¡Esto no lo he visto yo en mi vida!¡Qué cosa tan bonita!
-La ha hecho mi hermano Lucas.-le aclaró Mari.-Es éste.- Y la lana se la he guardado yo cachito a cachito.
La red, plegada sobre las flores parecía una mariposa libando. Los varales superpuestos, su erguida trompa. Las escamas de lana, suaves alas.
-¿Tiene usted hora? preguntó Lucas.
El ogro, entregado, sacó un reloj del bolsillo superior de su camisa, lo destapó y dijo tras observarlo unos instantes:
-Las dos y pico.
Lucas comenzó a desmontar la red ante el asombro del dulce capataz.
Carmelo llevaba un limón en cada bolsillo y Lucas, otros dos.
Franquearon la alambrada como si fuese lo normal y se encaminaron hacia la carretera, sin salir de la huerta de César. Ya saliendo a la carretera oyeron el vozarrón del capataz.
-Emilio, como te vea otra vez cogiendo limones te vas a enterar de lo que vale un peine.
-Vale. Ya no cojo más.-voceó Emilio.¿Qué os dije?¿Es bueno, o no?-añadió bajando la voz.


martes, 7 de diciembre de 2010

TAQUITOS DE TACONEO


Taquitos de Taconeo
Los caballos de cartón pendían del techo de la tienda de Vito junto a unas muñecas que no tenían mucha pinta de amazonas. Algunos caballos eran blancos, de ojos grandes y arneses pintados de negro. Unos tenían las patas atravesadas por dos ejes sobre los que giraban cuatro ruedecillas blancas de plástico hueco, dos en las patas delanteras y otras dos en las traseras. Otros apoyaban sus toscos cascos sobre plataformas con ruedas, desafiando a los planos caballos de madera que hacían equilibrios para mantenerse sobre sus cojitrancos balancines. Todos andaban fatal de crines. Las muñecas se entremezclaban colgadas sobre el techo de la yeguada, dispuestas para cualquier cosa, menos para montar.



Antonio entró al galope por la puerta de la calle General Sanjurjo y salió como una bala por la Isaac Peral. Montaba una caña rubia, casi blanca, con hermosas y abundantes crines de palma sujetas con una cuerda de toniza. Una escoba que en sus manos servía de sufrido corcel, de espada, lanza, guitarra o fusil y en las de su madre solo servía para barrer o para darle algún toque de atención cuando le pisaba lo limpio.
Al trote le seguía Carmelo, sobre una hermosa escoba alazana, de crines escasas, suaves y algo polvorientas tras retozar por el patio de arena. Mercedes lo vio entrar en la tienda y no pudo reprimir un piropo mezcla de saludo y riña.
-¡Ole las jacas toreras! ¡ Vaya arte que tiene el niño montando! Hijo, ¿no hay calle pa trotá?
-¿Has visto cómo ha pasao el otro?-dijo Rafaela liando una tira de encajes sobre su propio ovillo.
Carmelo paró en seco delante de Manolo Guzmán al tiempo que ordenaba a su enjuta montura que dejase de trotar.
-¡Sooooo, Caprichoso!
Pasó la pierna por encima de la escoba para bajarse, se echó mano al bolsillo, sacó un perfumador vacío y se dirigió al dependiente antes de que reaccionara.
-Manolo, que dice mi tía que le llenes esto con la colonia de siempre, que luego te lo paga.
Manolo quitó el tapón del perfunador y lo llenó de gotas de oro desde un tarro enorme. Se lo devolvió al niño con una sonrisa amplia a modo de despedida.
-¡ Ñiiiiiiiiii jijjiiiiiiiiii !-relinchó Carmelo antes de salir al galope por la misma puerta que Antonio.
Trotaron por El Paseo desde el quiosco de Manolín hasta la acera de la calle Padre Lerchundi, como si desfilasen por el real de alguna feria.
La Gaditana, la pensión de Cosme, la tienda de Solís, el Bar Pileta y el despacho del Chato, a la ida. Unas cabriolas y varios relinchos al final del paseo para cansar a las bestias y ver las carteleras con detalle antes de reiniciar el trote por delante de la tienda de Enrique Martínez, picar espuela en la barbería de Puyana y pasar a galope tendido por la tienda de Amadeo Pimentel.
¡Soooooo, Caprichoso!
Antonio y Carmelo giraron a la derecha en la esquina de Vito. Al pasar dijeron con sorna, como si de un rito se tratase, el eslogan de la tienda.
-Casa Vito. Vende baratito.
Mercedes Buzón, morena, alta y guapa los miraba como la Gioconda, conteniendo la carcajada.
Se comieron unas risas apretando los labios al pasar junto a ella y así entraron a dar de beber a los animales en el cubo del pozo.
-Antoñito, ¿qué haces con la escoba nueva? Le preguntó su madre desde arriba,viendo perfectamente lo que estaba haciendo.
-Le estamos dando de beber a los caballos.-contestó Antonio con toda naturalidad.-¿no lo ves?-añadió.
-Trae esa escoba, que te voy a dar yo caballo.-dijo Luisa cambiando de tercio.
Asomó Francisca y reclamó a Caprichoso para otros menesteres más vulgares.
-Espera, tita, que le quedan dos buches.
-Trae aquí, "buches".-le ordenó su tía tirando de la escoba.
-No os mováis del escalón.-sentenció Luisa.
Antonio y Carmelo obedecieron y se sentaron en el primer peldaño de la escalera.

Coches de madera
-¿Y a qué jugamos?-protestó Antonio.
No hubo respuesta.
-¿Jugamos a los tacos?-propuso Antonio.
-Venga. Sube y los traes.
-Ya no hay. Los han echado a la copa.
-¿Vamos a por más?
Antonio tenía tan claro como Carmelo que en los escalones, cruzados de brazos, no tardarían mucho en darse una buena tunda. Así que decidieron acercarse a la carpintería, como habían hecho tantas veces. Abandonaron la escalera mazmorra con sigilo y salieron a la calle. La carpintería estaba al salir a la derecha, a cuatro pasos y medio justos de la puerta de la casa.
Taconeo los vio llegar y pensó "desde que los vi venir dije por la burra vienen".

Tacos de madra
-¿Qué os trae por aquí, par de dos?-preguntó burlonamente.
Carmelo tomó la iniciativa al recordar que Antonio había hecho el último pedido. Puso carita de pena y pidió con voz ligeramente lastimera.
-¿Nos puedes dar unos taquitos para jugar, que mi tía los ha echado a la copa?
-¿Y con el cisco qué ha hecho?-continuó el carpintero con su burla.
-Ponerlo en la estufa y coger cabrillas.-contestó Carmelo en el mismo tono.
Taconeo se estuvo riendo un buen rato ante el estupor de los niños.
-Anda, coged esos de ahí.-dijo riendo.
Antonio echó el ojo a unos tarugos magníficos.
-Dos autobuses y un coche de bomberos.-gritó entusiasmado.
-Un coche de policía y un tren.-explotó de alegría Carmelo.
Recogieron tarugos, tacos y listoncillos ante la atenta mirada del rey mago Taconeo.

Taquitos de madera
-¡Los mejores tacos de mi vida, Taconeo!-exclamó Carmelo.
-¡Y los míos!-dijo Antonio arrimándose el botín al pecho para poder llevar mayor carga.
Volvieron a la escalera agachándose mil veces para recoger los tacos que se le caían cada dos por tres.La casapuerta la atravesaron encorvados y dando pataditas a los tacos que caían al suelo, para hacerlos avanzar ya en los metros finales.
Remodelaron la escalera mazmorra convirtiéndola en aeródromo con solo cruzar dos listones y hacer vibrar los labios para emular el sonido de las avionetas. El aeródromo se transformó, sucesivamente, en parque de bomberos, comisaría de policía, Los Amarillos, La Valenciana, estación de ferrocarriles, muelles de carga y descarga,...
Los tarugos fueron tomando vida, los listones volaron alto y los taquitos de Taconeo cumplieron a la perfección su labor de logopedas.
-brrrrrrrrrrrrrrrrrrrrooooommm.
-chiu chiu chiuuuuuuuuuuu.
-ññññioooooooooooooooooo
-¡Antoñito!¿Qué estás haciendo?
-Na, mama. Jugando.Troooooommmmmmmmm. Clacsssssssss.
-Eso no vale, carajo. Ese taco era mío. Thifiuuuuuuuuuuuuu.
Juguetes elaborados por adultos

viernes, 3 de diciembre de 2010

SALITRE Y PAJUELAS

Maqueta del navío San Juan Nepomuceno

La bodega de Florido Hermanos era una fiesta aquella tarde de fin de vendimia. Las risas entre los trabajadores y los proveedores de uva despejaban cualquier sospecha de descontento entre ellos. Todos parecían haber hecho una buena temporada y copeaban alegremente por el amplio patio. Hablaban formando animados corrillos a la sombra, junto al lagar, ya limpio y despejado.
Arango deambulaba jarra en mano repartiendo alegría entre los catavinos vacíos.
Eugenio buscó a su abuelo en la oficina, junto a la entrada de la bodega, como casi todos los días cuando salía del colegio. Era sábado. Y los sábados no fallaba.
-Juan, ahí está tu nieto.-dijo Arango señalando hacia la puerta.
Juan hizo un gesto con la mano desde el cobertizo del lagar, como si quisiera atraer la calle a su barriga.
-Os espero en la bodega de mi abuelo. No tardéis mucho.-dijo Olo continuando la marcha.
Eugenio se quitó de la calle entrando decididamente a cumplir el objetivo.
-Vamos, Carmelo. Verás como hay un montón de pajuelas.
Habían buscado en el diccionario la palabra pólvora,para cerciorarse de que habían oído bien a los mayores cuáles eran sus componentes.
Carmelo ya tenía un cagajón de carbón coque y sabía donde dormían varias toneladas más. Entre él y Olo tenían más cañones que el San Juan Nepomuceno, aunque les faltasen algunos retoques para poderlos utilizar.
Antes del recreo se habían turnado para pedir permiso y limpiar de salitre las juntas de los azulejos de los servicios del colegio. Iban y venían con una tiza y un sobre hecho con papel de libreta. Arrastraban la tiza y recogían los pelos de salitre en el sobre. Los retretes llevaban cerrados un par de semanas y los pelos parecían alfileres congelados. Buen material; pero escaso. Les pareció.
En la bodega encontrarían azufre.

-¿Qué hay abuelo?-Saludó Eugenio besando a Juan.
A Carmelo le costaba aguantar la risa cada vez que veía al abuelo de su amigo; desde que le oyó una observación que le hizo mucha gracia. Solía decir muy serio que "todo el que se llama Juan es un mamaostias, ¡si lo sabré yo, que me llamo Juan!".
Juan sabía que Carmelo arrugaba los ojos para aguantar la risa cuando lo miraba y le dijo embruteciendo la voz:
-Tú no te llamarás Juan, ¿ no?
Carmelo rió abiertamente mezclando su risa con la del abuelo de su amigo.
Eugenio fue ganando terreno hasta el lagar, acercándose a la puerta de la bodega de crianza. Carmelo seguía sus pasos zigzagueantes entre los grupúsculos de admiradores del buen vino.
-¡Quillo!¿Adónde van ustedes por ahí tan jinochos*?
Arango los detuvo en seco interponiéndose en su camino.
-A coger una pajuela para hacer pólvora, Manolo.
Eugenio mentía solo en el número de pajuelas que pretendía coger.
-¿Y ya está, ya está? Anda, anda. Venid conmigo que voy a llenar la jarra.
Siguieron a Arango entre pasillos de botas hasta llegar al último rincón de la bodega, donde se apilaban media docena de cajas de cartón. Manolo soltó la jarra en el suelo, sacó su navaja del bolsillo y cortó el precinto de la caja superior. Metió la mano y sacó cuatro pajuelas. Luego volvió a meter dos de ellas en la caja y la cerró, superponiéndole el precinto.
-Con esto tenéis de sobra, joé, que de ahí sale pólvora para caer el faro.

Pajuela de azufre

Desde donde estaban podían ver la calle y el taller de bicicletas.
-Arango, éste no ha probao nunca el moscatel de esta bota.- dijo Eugenio pícaramente, señalando una de las más viejas de la línea de solera.
-Eso lo arreglamos ahora mismo.-Contestó Arango como si hubiese estado esperando el comentario.
Cogió una venencia de caña y tres copas. Quitó la corcha a la bota e introdujo la venencia mientras ordenaba las copas entre los dedos de la otra mano. Sacó la venencia, la alzó al aire, se perfiló como un torero antes de entrar a matar y dejó escapar un chorro de caramelo oscuro hasta llenar una de las copas de su mano izquierda. Aquella tarde, el maestro Manuel Díaz Arango entró a matar otras dos veces sin que cayese una sola lágrima al suelo.
-Toma. Bébelo muy despacio y saboréalo-ofreció la primera copa a Carmelo.
-¿Esto es arrope?-preguntó Carmelo sorprendido, al ver su color y viscosidad.
-Esto es moscatel muy viejo. Es la madre del moscatel. Éste se llama lágrima. Mira. Mira cómo deja la copa.¡Caramelo puro!
-¿Todo esto es moscatel?-se interesó Carmelo mirando a su alrededor.
-No.Mira, las botas de abajo tienen el vino más viejo. Estas cuatro son de moscatel lágrima, Las demás de esta calle son de oloroso.

El mítico moscatel Pico-Plata.

-Manolo, dile cómo se hace el Picoplata.-dijo Eugenio para ir calentando el pico de Arango.
Arango no le siguió el juego. Dejó en su sitio las copas y la venencia, tapó la bota y cogió la jarra.
-Vámonos, que me están esperando con el vino.
Entró en otra calle y llenó la jarra de una canilla sin telarañas.
Eugenio guardó las dos pajuelas debajo de la camisa y salieron a la calle del Padre Lerchundi tan alegres como si hubiesen estado toda la tarde en aquel patio de risas.

Antes de llegar a la cercana bodega de Valdés, marcaron el territorio en la tapia del huerto de Pinzorra, echaron una miradita a las carteleras y le preguntaron al Chuti qué película pondrían al día siguiente.
-La Cruz del Faraón.-les contestó con una risita socarrona.
Empujaron una hoja de la puerta de la bodega, pasaron y la volvieron a encajar.
Olo saludó señalando un rincón, detrás de la prensa.
-Aquí hay salitre. Saca el sobre, Carmelo. ¡Mira qué pelos!Añadió como si mostrase un abrigo de oso polar.
Azulejos con salitre

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