sábado, 28 de julio de 2012

AN CAR CONDE

La Longuera, La Cruz del mar y Las Canteras
-¿Vienes?
-¿A dónde?
- A casa del conde, para que te pele y te monde y te ponga unas orejas de una burra vieja.
A Carmelo le venía a la cabeza el tema de las orejas de la burra vieja cada vez que cruzaba por delante de la casa del conde de Casares. Miraba de reojo hacia el interior de la casa y abría las fosas nasales para que le llegase el olor del cigarro puro que usaba el conde. Si no olía a puro, el conde no estaba.
-Entra, Manuel, que no está.
Manuel entraba confiado en el olfato de Carmelo y rebuscaba durante unos instantes por el destartalado jardín. El jardín del conde no era el Generalife ni Manuel tenía agallas para explorarlo a fondo.
-¿Están por ahí?
-Espera.
Carmelo tuvo a su amigo frente a frente antes de que terminase de decir "espera".
-Espera es un pueblo endeble. Eso dice mi madre que decía mi abuelo.
-Po entra tú.
-¡Yo qué voy a entrar! Yo soy el vigilante.
-Tú eres el cagueta.
-¿Cagueta, yo?¡Ahora verás!
Carmelo entró con más miedo que decisión y reconoció el jardín sin perder de vista la puerta.
El conde leía  el periódico sentado a la sombra de un pino flandes, pendiente del ir y venir de los chavales.
-¿Qué buscas?
A Carmelo se le heló la sangre y se le aplomaron las piernas. Miró a don Diego por primera vez en su vida y lo vio regordete, empotrado en una butaca de mimbre. La sangre volvió a circular al momento por sus ágiles piernas, como corre el agua por debajo de la nieve.
-Unas orejas de una burra vieja.
El conde creyó haber soñado el episodio cuando los niños desaparecieron de su vista.

martes, 17 de julio de 2012

DE BORRACHERA

Cangrejo moro

Antonio no sabía qué hacer para dejar a Carmelo entretenido mientras aprovechaba la bajamar. Era un buen aguaje de chocos y había llevado a su prole de marea. El Pelma iba de pegote.
-Mira ese cangrejo moro, el que tiene las bocas abiertas. Cógelo y lo emborrachas mientras nosotros entramos a pinchar unos chocos.
Carmelo era ya un experto emborrachando cangrejos zapateros y coñetas; pero nunca lo había intentado con un moro de aquella envergadura. Le buscó la espalda y lo sacó del agua.
Los cangrejos moros se estiran y abren las pinzas como los miuras embalsamados o como si fuesen de plástico duro.
-Muy bien. Ahí te quedas. Si tienes algún problema, me llamas.
-Vale, papá. Lo voy a dejar borracho perdío.
Le sujetó las pinzas viendo cómo su padre daba alcance a los hermanos mayores un poco antes de perderse en la oscuridad. La playa parecía estar llena de luciérnagas.
Carmelo encajó los labios en la boca del cangrejo, tal y como le había enseñado su hermano Manolo; miró el ir y venir de las candilejas de carburo entre pasada y pasada de la ráfaga del faro y se relajó en exceso admirando la triple luz que le pareció un helicóptero.
El cangrejo aprovechó la laxitud del emborrachador de cangrejos y se agarró con la boca grande al labio superior del chiquillo. Un moro, por muy pequeño que sea, se agarra como un pitbull quizás con la idea de no caer al vacío.
El niño sintió el pellizco como si se hubiese pillado el labio en una cancela y soltó la boca pequeña con la intención de desprender, a dos manos, la boca grande del cangrejo que le machacaba el labio.
Al crustáceo le faltó el tiempo para trincar el dedo pulgar de una mano de Carmelo, logrando hacerle una llave de lucha libre que solo le permitía gritar y correr.
Carmelo metió la cara en el agua para que el moro sintiera la atracción de la libertad. Detrás de la cara iba el resto del niño, con el pulgar como avanzadilla. Mantuvo la respiración bajo el agua  todo lo que pudo. Deseó que el moro estuviese viendo, oliendo o adivinando que su casa estaba cerca; pero no.
El moro no se atrevía a soltar su presa y el pequeño de los Pastorino saltó del charco ayudado por el impulso de sus ágiles piernas y del turboalarido que trajo a su padre a la orilla montado en la luz blanca de la candileja.
Antonio alumbró la cara de Carmelo sin tener my claro cómo tenía que reaccionar ante el espectáculo insólito que obsevaban sus expertos ojos. Su hijo tiraba del cangrejo para que le soltase el labio y lo acercaba para aliviarse el dolor que los tirones añadían al pellizco del moro.
Era evidente que el moro aún no estaba borracho.
Llegaron Manolo y Lucas, guiados más por los gritos que por la luz del candil y añadieron más luz a la escena, con algunas risas que Antonio cortó de cuajo.
Manolo cogió la mano de su hermano, la que acercaba y alejaba como si tuviese un elástico mordido; acercó la boca al moro y masticó violentamente el cuerpo que mantenía unidos los dos alicates que atenazaban al niño. Escupió el caparazón sobre la arena y se alegró tanto como Carmelo de ver la mano libre de la boca y la boca alejándose de la mano.
El pequeño soportó durante unos minutos sus dos primeros pearcings y las risas de los de siempre.
-Papá, me duele la cabeza y estoy mareao.
-¡A ver si te has emborrachao tú en vez de emborrachar al cangrejo!

Carmelo se cargó una buena marea de chocos y sirvió de cachondeo durante una buena temporada.



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