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Ensaladera de palomitas rojas y panera. |
Las altas parras riparias dibujaban en la pared manchas grises que el aire movía sobre el deslumbrante blanco de la cal. Los zarcillos se agarraban a los barrotes de las rejas y a los alambres del sombrajo como rabos de camaleones. Las hojas de la riparia dejaban generosos claros entre las cada vez más pardas hojas. Octubre se despedía con un sol caprichoso y juguetón que parecía disfrutar apareciendo y desapareciendo entre las descaradas calvas del elevado parral. Noviembre casi conseguía meterse por los claros para hacer diabluras en la pared con guiños y catalías: grises, blancos, blancos sobre blancos... No paraban de caer hojas de oro sobre el azul del mantel y Regla no apartaba la mirada de los ojos de su nieto. Conce jugaba a los cromos con sus dos primitas Mari: María Regla y María de los Ángeles; es decir, Mari y Mari.
Cirendisco, el perro tranquilo, ni se dio cuenta de que el gato jugaba con su rabo.
Carmelo, de pie, apoyaba los codos sobre la mesa vestida de azul y miraba embelesado el jugueteo del sol sobre la pared de la terraza del Tiro Pichón. Los cromos eran cosas de niñas y él se estaba aficionando a las catalías, que eran como el cine, pero de día. Así que tenía claro hacia donde tenía que mirar. Las avispas, moscas, salamanquesas y demás actores improvisaban ante sus ojos un espectáculo poco exigente. Su prima Conce controlaba la partida y le acariciaba los rizos cuando no le tocaba golpear cromos.La tarde avanzaba al galope y Regla no le quitaba ojo al gorrión. A Carmelo le encantaba encontrarse con los ojos de su abuela cada vez que apartaba la mirada de la pantalla.
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Imagen de Internet |
-Salvador, hijo, apaga ese cigarro y no fumes tanto.
Salvador cruzaba la terraza encendiendo un cigarrillo con la colilla de otro. Tosió como respuesta. Se detuvo un instante para seguir en la pared la película de Carmelo; pero no debió gustarle. Tiró la colilla junto al zaguán, la pisó retorciendo el pie sobre ella, como si pisase la cabeza de una serpiente, y se adentró en la casa con la cabeza inclinada hacia un lado. Carmelo sonrió y lo metió en su película.
-¿Quieres una granada, gorrión?
-No me gustan, abuela.
-¿Que no te gustan?¡Con lo que te gusta el dulce!
El perro seguía en su rincón.
Mari le dijo a la abuela que a Carmelo no le gustaban las granadas porque se había querido comer una a mordiscos.
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Un auténtico cofre repleto de jugosos rubíes |
Carmelo agarró la mano de su abuela y se dejó llevar hasta los granados que compartían el bancal con ciruelos y perales, antes de llegar a la acequia de ladrillos de gafas que separaba la arboledilla de la casa.
-¿Me subo, abuela? Ya sé trepar.
-No hace falta, hijo. Mira estas tres de aquí abajo. Éstas son las mejores. Dale vueltecitas hasta que se rompa el rabillo y se te quede en la mano.Ten cuidado no te vayas a pinchar con las ramas, que los granados pinchan mucho.
-Ya lo sé, abuela.
Carmelo salió del bancal con una granada en cada mano.Mantuvo el equilibrio sobre el bordillo blanqueado, dando la espalda al parterre de los rosales, y levantó los brazos en señal de victoria. Su abuela reía enfundada en una bata estampada en blanco y negro.Traía otras dos orondas granadas que limpió sobre el alivio de luto antes de levantarlas como su nieto.
-Mari, trae la ensaladera y el cuchillo.
Las dos primas volaron a la cocina mientras Conce despejaba la mesa de cromos y quitaba el mantel para dejarlo bien doblado sobre una de las butacas de mimbre.
El gato abandonó la butaca sin saber muy bien qué rumbo tomar. El perro, erre que erre.
-Muy bien, quítalo para que no se manche.
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Granada tomando el sol |
-Toma, Mari, ve limpiando tú este trozo; y tú éste, Mari. Toma Conce; éste, tú.
Las perlitas granates se desgranaban con la suave presión que ejercían los dedos de las niñas sobre los panales de granos.
Cirendisco movió una oreja.
Rosario se asomó a la terraza para acercar un esportón de esparto.
-Echad las cáscaras aquí, para los cochinos. Mamá, ¿traigo el azucarero y unas cucharitas?
-Sí, hija, tráelas.¿Y los niños?
-En el hoyo, con los tiraores. Déjalos allí que ya han merendao. El Manolito le ha matao dos palomos a José María. Y el Esaulito le está tirando a las gallinas.¿Les digo que vengan?
Regla reía encogiendo los ojos.
-¡Ni se te ocurra!
A Carmelo se le iluminó la cara cuando oyó la palabra azucarero.
-Mira, gorrión.¿Ves estas cositas blancas? ¿Estos pellejitos?Pues eso no se come porque amargujea. Los granitos rojos sí se comen. Todo lo demás hay que tirarlo. Toma. Cómete estos granitos.
Las niñas comían más que reían y Regla les llamó la atención.
-Echad algo en la ensaladera, hijas.
A Carmelo le gustaron los granos rojos que probó mientras su tía Rosario apoyaba el azucarero sobre la mesa.
La tarde volaba como las hojas de la parra.
-¡Ea!¡Ya está!¡A comer!
El pequeño gorrión se puso como el Quico de palomitas rojas y buscó la falda de su abuela para acurrucarse mientras disfrutaba, relamiéndose, de los últimos fotogramas sobre la pared.
Carmelo se quedó frito y el perro no se coscó.
Entrada dedicada a todas las abuelas en general y a mi abuela Regla, en particular.